Sin darme cuenta, fui creciendo, pero ni me volví a cuestionar al respecto. Aprendí a adornar esas paredes, dibujandole flores y corazones, escribiendolas por doquier, marcándolas a mi manera. Si iba a vivir toda la vida ahí, decidí que iba a ser a mi manera; haciendo de ese encierro una especie de libertad maquillada. Y la verdad que esas paredes me quedaron tan hermosas que quise quedarme allí de ahí en más.
Este año sin quererlo me acalambré una pierna y me tuve que parar, y adivinen que? Con 25 años toqué el techo de la caja y vi para afuera. No era mentira que había un más allá... lleno de luz y posibilidades infinitas.
Vivimos en una sociedad que nos pone esa caja arriba ni bien nacemos. Esos límites, la moral, lo bueno y lo malo, lo correcto e incorrecto. Todas esas dualidades, la necesidad de tachar el comportamiento del otro simplemente por pensar distinto. Esa caja que te impone que hay maneras de pensar que son mejores que otras, cuando en realidad solo son diferentes. Yo vivi toda mi vida adentro de una caja, pero aprendí a salir. A desafiarme a mi misma, a ir más rápido que lo que me dijeron que podría.
Vivís tanto tiempo adentro de la caja que llega un momento que crees que no podes salir. Y entendés que no hay un más allá de eso ni de nada. Como al elefante de circo, que lo encadenan de chiquito, y cuando es grande (pudiendo zafarse de un tirón), no lo hace. Y por qué no lo hace? Porque piensa que no puede.
Hasta el tablero de ajedrez nos enseña que su pieza más poderosa es la reina, porque puede moverse para todos lados, y a donde y cuanto quiera. Siempre uno se puede desencasillar. Siempre se puede salir de la caja. Los más allá y las posibilidades son infinitas, por suerte.
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