Hacía tiempo que la impotencia no me ganaba.
El hecho de verme destruída por mis dichos, y mis enojos tan inoportunos, por el hecho de ser cruelmente sincera con lo que siento.
Hay veces que amo lo transpaente que soy, otras que lo detesto.
Odio que me subestimen, y que ante un argumento sostenido como una casa de cartas en pleno viento, quieran tirarlo. Deshacerlo. Y que ni el rastro de las cartas queden en la vuelta.
Me enojo por algo que se dice, y odio que se haga, y creo en lo que escucho.
Luego, tiro mi orgullo y lo descreo. Porque uno ama y hace eso... cree en lo que ama. Cree a pesar de todo y no necesita indicios para sostenerlo.
Cree, deja de dudar.
Pero me duele, y muchisimo... que luego de creer, duden de mi palabra.
Duden de mi oído, de hacerme entender que escuché mal y que practicamente fue todo un lío que me inventé, porque sí. Como si así lo hubiese querido.
Digo que creo, creo casi que de manera ciega cuando amo. Pero que crean en mí, que no quieran descoser toda la base del argumento lógico que construí. Porque además de que no tendría sustento creer en algo que a fin de cuentas no existió nunca, no tendría sustento hablarlo, ni hubiese tenido sentido todas las lagrimas derramadas ni el enojo, ni nada.
Ni siquiera estas líneas.
Me hace sentir una imbécil, que por cierto, no soy. Odio el desencuentro, jamás lo buscaría para la gracia.
el desencuentro.. que lo parió, a veces pareciera un comodín que se termina llevando todos los tickets.
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