El cielo tenía un sinfín de colores. Parecía de mentira,
incluso. Era lindo ver todos esos matices que contrastaban con el agua
cristalina y la arena blanca. Y en la arena, mis pies, de los cuales podía ver
sólo los dedos, con las uñas pintadas de azul, que contrastaban con aquel mar
lejano.Parecía un sueño, y era tan perfecto que hasta a veces
dudaba de que eso pudiera existir en mi imaginación. En verdad, pensándolo bien…
¿Cuándo no dudo yo de mi imaginación? Siempre me pierdo adentro de mi cabeza, y
ando desprevenida de todo lo que es el mundo exterior. Y, si soy más precisa,
es que para mí existen dos mundos, el de adentro, y el de afuera.
Esa voz interna, que siempre está ahí y que a una la
estremece hasta hacer rechinar los dientes. Entonces, la pregunta que queda
para hacerme es: ¿Dónde estoy? Ya me perdí, ya me olvidé de esa arena y ese
cielo, y me encuentro en mi misma, encerrada.
Acá dentro todo es oscuro e intimidante. Uno puede verse a
si misma, sin mentiras y en esencia de eso que es. Salpicada solo de eso que
uno muchas veces ni siquiera sabe que tiene, pero que es lo que lo representa.
De lo que es, y de lo que no llegó a ser, también. Uno se salpica de cosas que
no hizo, de arrepentimientos, de secretos inconfesables y de hasta algunas
tristezas. De esas cosas que nacen, y mueren en uno, y que de ahí, no salen
más.
De mientras que uno mismo hace ese análisis exhaustivo de su
persona, por otra parte, le caen arriba otras gotitas un poco más chiquitas,
que son positivas. Esas micropartículas que dicen “va a estar todo bien”, o “el
amor existe”. Son de un tamaño más pequeño, porque, así es la realidad del ser
humano. Sacando a relucir todo lo malo, y pocas veces encontrándole el brillo a
lo bueno.
Esas particulitas, que yo llamaría: esperanza.
¡Ah! Y esperanza de la buena, de la que llena, de la que te
levanta el ánimo con una palabra y te recuerda que hay cosas que valen la pena
vivirlas. Y sí, ahí es cuando esas gotitas que casi ni se veían, contagian a
las otras con su alegría y hacen que te tomes la vida como un refresco cola (el
dicho era “tomárselo con soda”, ¿no?, no importa).
El hecho es que jamás hay que preocuparse tanto por esa
visión negativa del mundo, ya que, por experiencia propia lo digo… termina consumiéndote.
Es abundante y muy sugestiva, pero no hay que dejarse engañar. Hay que
acordarse del pasado, de esa niñez tan linda que uno vivió, y a eso mismo
contarlo mil veces para transmitir esas geniales y enanas partículas.
Como yo te puedo contar, de cuando era chiquita y tenía un
diario íntimo, mi color favorito era el verdecito y mi número favorito el 7. No
me preocupaba más que por eso, y el chico que no me daba bola en ese entonces, que
se llamaba Maxi. En segundo año de escuela mi mayor preocupación era hacer los
deberes y saber que tenía que cruzar la calle con el semáforo en verde. Ahora
todo cambió. Y si fuera de esa gente que no se contagió con las susodichas mini
partículas, diría que esos tiempos eran mucho mejores y que no me tapaban hasta
la cabeza con responsabilidades, como hoy por hoy.
No, la vida ahora es más linda, y en vez de más complicada,
diría que es más completa. Y aquel color verde de mis seis años, se transformó
en algo con vida, en una enorme arboleda llena de ideas y pensamientos por
florecer.
Aquel diario, incompleto, escaso, hoy se encuentra mucho más
contento porque, bueno o malo… tiene cosas para contar. ¿Y me van a decir que eso no es
fantástico?
Triste es la vida de alguien que no
tiene una historia, que en vez de contarla, se la cuentan, y repite como loro,
y copia, y lo menos que hace es vivirla…
-
¡RIIIIIIIIIIIIIIINGGGGG! Sonó el despertador.
PD: Esto surgió de un taller de redacción creativa. El título era el tema del cuento, las palabras en cursiva eran las que, tiraban al azar para mecharlas en la historia al mismo tiempo que la escribíamos. Bastante volado.